El pequeño auditorio era completamente blanco, con una
plataforma frente una muchedumbre de hileras de sillas rojas. Yo me sentaba en
una de ellas, esperando. Después de más de tres meses en Granada, iba a ver mi
primer espectáculo de flamenco.
Claro,
aquella noche en La Casa del Arte Flamenco no era mi primera experiencia con
ese género musical. Recuerdo una tarde soleada en que me encontré frente a un
grupo de flamenco que estaba actuando en la calle y otro día cuando mis amigas
y yo vimos a tres hombres—un cantaor, un bailaor y un guitarrista—actuar desde
los escalones del catedral. Además, yo había estudiado flamenco en clase y
aprendido sobre su influencia en la cultura y literatura española.
Sin embargo
allí, sentado en mi silla, tenía mi primer contacto con el flamenco real—no el
de los libros ni el de los turistas. El espectáculo empezó cuando dos hombres
vestidos de negro entraron en la plataforma, uno el cantaor y el otro el
guitarrista. Empezaron con su primera canción y desde ese mismo momento me
quedé fascinado. El guitarrista rasgueó su guitarra y de pronto sus manos se
convirtieron en un animal corriendo y estirándose sobre las cuerdas. Luego el
cantaor empezó a cantar. Su voz timbraba contra el techo y llenaba el salón. Transmitía
tristeza, como si estuviera de luto, pero tenía un poder increíble, como el
sonido del viento durante una tormenta. Los dos seguían en una armonía
perfecta, pero creaban un ritmo irregular y orgánico. Transcendía completamente
las reglas del compás sin llegar a resolverse en caos jamás. La música crecía,
explotaba y se desvanecía en olas que se meneaban sobre mí y los otros
espectadores.
Tras la
primera canción, una mujer alta apareció en la plataforma, vestida
completamente de rojo. Su pelo negro caía sobre sus hombros y miraba a la
audiencia con ojos oscuros y profundos. Era la bailaora. La música empezó otra
vez y ella comenzó a bailar, sacando energía desde el suelo que fluía en sus
pies hasta su cabeza, todo su cuerpo vibrando como una serpiente de cascabel.
Su cara se retorcía en sonrisas extrañas y sus ojos se abrían mientras volaba
sobre la plataforma. De pronto no era humana, sino un ser terriblemente hermoso
y yo pensé en aquel momento que estaba observando algo profundamente personal y
auténtico. Su baile no era simplemente para entretener a los turistas. Era una
demostración de emociones y experiencias verdaderas.
Luego, le
llegó el turno al bailaor. Era un hombre alto y fuerte, con largo pelo negro
que brillaba bajo las luces de la plataforma. Su baile era un animal
completamente diferente. Empezó lentamente, como si se estuviera acostumbrando
a la música. Movía con pausas llenas de tensión eléctrica, pero de repente sus
pies golpeaban el suelo como un tambor y sus pisadas se convertían en truenos
que resonaban contra las paredes. Bailaba con la fuerza de una tormenta y, como
la bailaora, parecía que su cuerpo entero se llenaba de una energía arrancada
de la tierra.
Había estudiado
flamenco antes, pero aquella noche yo aprendí lo que es realmente. Nunca en mi
vida he visto una expresión de vida y emoción tan palpable o vívida. Por un
rato, podía ver, oír y sentir en mis huesos la experiencia viva de otros seres
humanos.
By Michael Charboneau